Qué lindo era ver a la gente
saludándose en la calle,
ver a la muchachada alegre
reunirse en una plaza o un bar.
Qué lindo era escuchar,
percibir el timbre de voz ajeno,
no sólo machacar los dedos
en cuadraditos de plástico.
Qué lindo era mirarse, tocarse;
Sentir personas alrededor.
Me siento muy estúpido
mirando al frío cristal.
Qué lindo era charlar, discutir.
La sobremesa, un placer asesinado
por el cañón de rayos catódicos
y de la mierda más putrefacta.
Qué lindo era leer una carta, un libro.
Qué lindo era escribir locuras.
Qué lindo era vibrar con el viento,
respirar el aire cálido de la tarde
robado por vacíos chimentos.
Pero mejor que todo eso
es saber que todavía
quedamos algunos interiores
peleando porque estos placeres,
olvidados por la modernidad,
no se mueran jamás.
Y salvarlos de las garras del “progreso”,
porque si progresar es aislarnos,
prefiero morir siendo un insano
que disfruta viendo las estrellas
un lunes a las diez de la noche…